Siempre me ha sorprendido, y a la vez maravillado, el poder de la muerte para convertir a personas deleznables en difuntos merecedores de beatificación. Es muy habitual que quienes han padecido abandono, indiferencia, ausencia de cariño e incluso malos tratos, vayan dibujando con el paso del tiempo un retrato bien diferente del finado/a.
Este comportamiento no es exclusivo de nuestros tiempos; desde siempre (al menos en la cultura occidental), el ser humano se ha esforzado en crearse un pasado idílico (aunque ese pasado hubiera sido más bien infernal y vergonzoso) para asirse a un presente impoluto, honorable y, en muchos casos, envidiable. Atrás quedaban -y quedan- ancestros célebres por sus borracheras, por su carácter violento, por su dejadez, su falsedad, para dejar paso a hombres y mujeres (casi siempre hombres, cosa que merecería un estudio aparte) respetables, entregados o, cuanto menos, dignos de ser recordados con el corazón encogido por la ausencia.
Del mismo modo, y en una relación casi directa, se tiende a arrinconar, ofender y menospreciar a los vivos que se han partido la espalda (literalmente) por nosotros, que han derrochado (literalmente) sudor y fuerzas por nosotros, que se han desvelado (literalmente) por nosotros, en definitiva, a aquellos y a aquellas que durante años no tuvieron más horizonte (literalmente) que el de procurarnos techo, comida, vestido y educación aún a costa de su salud y de su tiempo.
Mi amigo Jodra, conocido sobradamente por quienes sigan mis escritos, me hablaba no hace mucho de esto. Él nunca ha ocultado que tuvo un padre sin convicción de tal y sin propósito de serlo, lo cual puede ser bastante peor. El progenitor de mi buen amigo fue en vida un hombre despegado, socio del alcohol, poco amable con su mujer, poco cumplidor con sus hijos, pero alabado por amigos, conocidos y vecinos por su simpatía, su alegría y su sempiterna disposición a ayudar, vamos, lo que vulgarmente viene siendo conocido como «un cordero en la calle y un lobo en casa». El padre de Jodra falleció hace ya unos años. Lo hizo tras una penosa enfermedad en la que aquellos amigos, conocidos, vecinos y amantes de los días de esplendor parecían no haberle conocido jamás. Fue sólo Jodra el que caminó a su lado en el trayecto de su particular calvario, el que asistió a su último aliento, el que se ocupó de preparar los billetes para el viaje hacia ese destino temido, el que le despidió en silencio. Recuerdo que en su momento le pregunté si ello había supuesto para él un acto de cobardía o de rendición. Y recuerdo también que, muy orgulloso, me respondió que no, porque jamás, en momento alguno de aquel proceso final, demostró flaqueza ni se dejó vencer por las circunstancias, es más, según él, siempre dejó muy claro al padre, incluso en los instantes más dolorosos, que sólo hacía aquello por humanidad, lo mismo que podría hacerlo por un amigo o incluso por un desconocido necesitado de atenciones. El enfermo, según me contó Jodra, le llegó a preguntar si le quería, y mi amigo le respondió que sí (el amor es involuntario), aunque no iba a demostrarlo, simplemente porque no lo merecía.
La misma tarde del día en que el padre de Jodra fue convertido en cenizas, mi amigo se desplazó hasta la residencia en la que su madre residía desde que los recuerdos comenzaron a huir de su memoria. Estuvo a su lado (como ocurría siete días a la semana) hasta que fue conducida a la cena. Hablaron poco. Era mejor así. Pocas cosas hay tan dolorosas como ver perderse en bosques oscuros a las personas amadas.
Jodra no es muy aficionado a exteriorizar sus sentimientos, pero yo sé, sin que me lo diga, que se siente muy orgulloso de mantener limpios sus recuerdos, de no haber cedido a la humana tentación de maquillar el pasado para mostrar al mundo un presente maravilloso, de no engañarse ni querer engañar, de saber reconocer a quien nos hirió y a quien nos amó, y aún más de demostrarlo. Como él acostumbra a decir en conversaciones de este pelo «Deformar la realidad es propio de débiles. Respetarla, es tan sólo un hecho de justicia».