Siempre se ha dicho y reiterado aquello de la importancia de estar en el lugar justo en el momento adecuado. Con el tiempo, uno se da cuenta de la validez de este aserto, así como del que aconseja, para triunfar en la vida, subirse al tren correcto, lo que equivale, fusionando ambas afirmaciones, a colarse en el momento preciso en el equipo ganador.
Una vez dentro de ese equipo, de esa familia, de ese clan, de esa secta, de esa camarilla... Lo importante es ubicarse y mantenerse en el punto más seguro, ése donde los tiros pasan por arriba y las riadas no alcanzan el cuello. A este respecto, en mis años de comercial en una conocida multinacional, el consejo que uno de los jefes me dio al incorporarme en la plantilla fue el de flotar siempre en la mitad: de esa forma no te cortan el pescuezo cuando se hace precisa una cabeza de turco ni te dan la patada cuando hace falta cocear a alguien.
Esta filosofía de vida, que es tanto como decir de supervivencia, nunca ha sido de mi agrado, aunque respeto a quienes la adoptan para nadar en el proceloso océano del día a día. Mas ese respeto no es incompatible con el sentimiento de repulsa que me invade cuando compruebo -cada vez en mayor número y osadía- que la táctica del rebaño cerrado se emplea no sólo para transitar pacíficamente por las llanuras, sino también para arrojar polvo, poner zancadillas e incluso dejar en la cuneta a quienes no pertenecen a la manada.
Esto que digo podría servir en cualquier aspecto de la vida, pero quiero fijar el foco de atención en el mundo del teatro, más concretamente en el mundo del teatro a nivel amateur-semiprofesional-profesional y en el espacio físico en el que me muevo y conozco -no me gusta hablar ni opinar de aquello que ignoro-.
Vaya por delante que los términos amateur y profesional son más amplios y están tan entrelazados –en ocasiones estrechamente fundidos- de lo que muchos y muchas, incluso entre la «gente del teatro», creen. Hay actrices y actores que se ofenden si alguien les tacha de amateurs y que, por el contrario, engordan de vano placer cuando oyen la palabra profesional refiriéndose a su persona. Deberían de saber que uno y otro término no definen la categoría ni el buen hacer de un actor o una actriz.
Volviendo por un instante al tema de la multinacional antes mencionada, señalo que con el tiempo se me confesó que la principal razón por la que me eligieron entre más de treinta candidatos -la mayoría con más experiencia que yo en el sector- fue mi capacidad de observación y de análisis de las personas y de las situaciones. Gracias a esas cualidades -quizá las únicas que reconozco fielmente en mí- he podido comprobar y constatar que, por mucho que la palabra arte debiera de limpiar cualquier asomo de mezquindad, envidia, prepotencia y vanidad, vivimos en un universo de gilipollas en el que lo que menos cuenta es la preparación, el esfuerzo, el aprendizaje, y lo que más el descaro, el enchufismo y la autoceguera; en el que los que tienen capacidad para financiar, promover y producir obras de teatro y con ello a actores y actrices, lo primero que comprueban es la filiación política de los interesados y lo segundo a qué tribu pertenecen. Una persona muy querida por mí solía decir -medio en broma medio en serio- que lo mejor para no pillarse los dedos en un restaurante es consultar primero la columna de la derecha, es decir, los precios, y después ver a qué se corresponde en la columna de la izquierda. De la misma forma, los encargados de subvencionar proyectos culturales a menudo repasan la lista de los candidatos a la subvención de turno y luego, si queda tiempo, se leen el dossier del proyecto.
Bajando un escalón, me asquea profundamente la desvergüenza de aquéllos y aquéllas que por aparecer en un programa de televisión, en un reality show, en un concurso... Ya se creen con derecho a imprimir en su curriculum el término actriz y actor. Este grupo de tocados por la mano de Dioniso -el dios del teatro- está exento de preparación actoral, de cursos, de horas y horas, de días y días, de semanas y semanas, de meses y de años de luchar contra las propias limitaciones, de aprender a hablar, vocalizar, moverse, improvisar... Está exento incluso del pudor que hasta los grandes del escenario -quizá ellos y ellas más que nadie- llevan en la sangre: el pudor y la vergüenza de fallar ante su público.
Por el contrario, y lo digo con el aliento del náufrago que descubre un madero en alta mar, existen también actores y actrices que sienten la profesión en lo más hondo de sus entrañas, actrices y actores que sudan por mejorar una frase, que preparan minuciosamente cada representación y que en el momento de salir a escena no cuentan las butacas, sillas o gradas ocupadas ni buscan el aplauso fácil del público.
La solución la tiene, precisamente, el público. Pero, como buen observador y buen analista -según mis jefes catalanes-, puedo predecir que la solución justa y perfecta nunca va a llegar, pues lo mismo que hay quienes trepan hasta un escenario sin saber siquiera qué obra van a representar, hay quienes se enfrentan a una obra sin importarles de qué va y sólo desean ver, jalear y aplaudir a esa cara famosa -y no precisamente por sus habilidades actorales- haga lo que haga y diga lo que diga. Por lo tanto, la solución y la elección es individual.
Personalmente, mi ánimo, mi reconocimiento, mi admiración, mi apoyo y mi aplauso a todos y todas –amateurs y/o profesionales- que con su entrega, su esfuerzo y su pasión manifiestan el más absoluto respeto por el teatro y con ello lo engrandecen y dignifican. Para los otros y otras... ausencia. Simplemente.